sábado, 5 de marzo de 2016

TODO ESTÁ ESCRITO (*)

El castillo que heredaron Alfonso y Cristina

Era la tarde de un jueves de otoño. En el metro de Príncipe Pío, una chica de unos treinta años se dirigió a un hombre, joven también, que bajaba canturreando por las escaleras mecánicas.
—Perdona, ¿sabes dónde tengo que coger la Línea Diez? Voy a Tribunal.  Es que con las obras estoy despistada.
—Es por aquí. Yo voy en la misma dirección, si quieres vamos juntos.
—Vale.
Cuando esperaban en el andén, se miraron con discreción. Ella vestía camisa con el anagrama de una empresa de conservación integral de edificios. Él portaba una bolsa de plástico, transparente, con una paleta, una regla, una plomada y otros útiles de trabajo.     
La chica vio que el joven llevaba en el cuello el trozo de una medalla cortada en quiebros, simulando los picos de una sierra. Parecía una media luna. El corazón empezó a latirle con fuerza. 
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.
—Alfonso, ¿y tú?
—Cristina... Oye  —continuó— ¿hace mucho que tienes ese amuleto?
—Sí. Siempre. Me lo pusieron de pequeño y ahí sigue. Mi vieja dice que es bueno que lo lleve. Tonterías suyas, pero en fin...
Llegó el metro que esperaban. Subieron sin muchas apreturas. El vagón estaba casi vacío y se sentaron. 
—Yo tengo un colgante como ese tuyo. ¡Qué casualidad! A mí también me dicen lo mismo, que lo lleve siempre. Míralo. Son iguales. Veamos si casan —dijo la chica desabrochándose la cadena.
—Sí, pero el mío es mate.  El tuyo brilla más y es  más grueso —dijo Alfonso.
—Es que este es una copia. El original lo guarda mi madre.
—Siempre dije que mi amuleto era único, pero mira... Mi vieja siempre está con lo mismo: «lo que falta debe estar en alguna parte» —admitió el chico.
—Mi madre piensa igual. No sé tú, pero yo veo  esto con un cierto aire de misterio, y ahora parece que  se pone interesante  —sentenció Cristina.
—¡Bah! Ñoñeces.  ¿Nunca te han contado cómo llegó a tu poder esa media cosa?
—No. Solo que fue de un antepasado, y que gracias a esto mi vida podría cambiar muchísimo, pero nunca me dicen cómo ni para qué. Buena faltita me hace un cambio, a ver si salgo de la miseria —añadió la chica.
—¡Ah! Pues eso puede tener relación con una charla que oí a mi vieja, hace un par de años. No presté ninguna atención, pero decía a alguien no sé qué de unos papeles y que sería buenísimo que apareciera ya la otra mitad. 
—Si es así de interesante, no entiendo por qué no nos explican todo claramente, ni por qué las madres no se han buscado antes para completar el talismán. Algo tendrán en común —sospechaba Cristina.
—No lo sé. Cuando alguna vez pregunto a la mía, acaba diciéndome que todo está escrito, lo bueno y lo malo; pero eso lo dice siempre que nace uno, muere otro, o toca la lotería a alguien. Tenemos que seguir investigando, si tú no tienes inconveniente.
—Estoy de acuerdo —respondió ella—. Lo primero que tenemos que hacer es recurrir a las madres, que la mía saque el original, luego cotejaremos el mío con el tuyo, y  que nos aclaren este enredo.
No hablaron de otra cosa en el trayecto a Tribunal. Se despidieron y prometieron llamarse cuanto antes para informarse de sus indagaciones.
Los dos contaron en sus casas lo sucedido, y al día siguiente hablaron a la hora del desayuno. Coincidieron en que las madres estaban inquietas. Quedaron en verse los cuatro esa misma tarde, sobre las cinco,  en la Cafetería Merimar, cerca del metro de Argüelles.
Cuando ya estaban los dos jóvenes con las madres en el lugar de la cita, pidieron cafés e infusiones. Sin mucho discurso, la madre de Cristina sacó de un cofrecito el trozo original  que siempre guardó celosamente. Lo unieron a la parte que tenía el chico, y vieron cómo los dos ensamblaban perfectamente.
—Entonces, el ministro y tú... —dijo la madre de Alfonso, dirigiéndose a la de Cristina.
—Pues sí. Igual que tú y el ministro —espetó la madre de la chica, comprobando que los respectivos hijos tenían un lunar en la barbilla.
—Si no os importa, vais a contarnos vuestro secreto. Ahora aparece un ministro del que no sabíamos nada. Empezad por el principio, sin dejaros nada, por favor —pidió Cristina, con firmeza.
—Creo que está todo aclarado, no hay más que hablar. Tampoco sabemos mucho. De lo que sí estamos seguras es de que solo sois dos. Con esta prueba  ya podemos ir  al  notario. Así que, si estáis de acuerdo, ahora mismo...  —la madre del chico fue interrumpida.
—¿Qué vamos a hacer allí? —preguntó la chica.
—Todo está escrito —dijo la madre de Alfonso, y asintió la otra.
El notario los estaba esperando. Le habían llamado las madres antes de salir de casa, por separado, anunciando su posible visita.
—Bueno. Veamos. Siéntense —indicó el notario, que seguidamente cogió las dos piezas que le entregaron. Las miró minuciosamente por las dos caras, con una gran lupa, y comprobó la especificación de algunos troqueles en sus documentos—. Esto encaja. Falta que los peritos lo confirmen, pero eso no será óbice para que yo lea lo que les interesa saber —dijo el fedatario sacando un cuadernillo de folios timbrados.
—Señor notario, es mejor que nos explique con claridad lo que pone en esos papeles. Así no tendrá que leer tanto y acabaremos antes —sugirió Alfonso, un poco asustado con tanta escritura.
—Está bien. Yo se lo explico. El Duque de Valdecollados, propietario de fincas y empresas, falleció hace veintiocho años. Solo tuvo un hijo, don Amadeo Collado Deza. Este, en opinión del finado, cometió pecados tan graves como, con perdón de las damas, dejarse llevar por amoríos pecaminosos, despreocuparse del ducado, practicar corruptelas desenfrenadas y flirtear con la política. Llegó a ministro, como ustedes sabrán, y falleció hace dos años y tres meses. Su señor padre le desheredó y donó todos sus bienes, salvando los legítimos estrictos, a sus nietos;  considerando como tales a aquellos que le fueron presentados a poco de nacer, que no estaban legalmente reconocidos ni, por tanto, constaban en los anales dinásticos. El señor Duque entregó a las respectivas madres porciones de una medalla, las que ustedes me presentan, cuyas características él dejó bien definidas. Firmó que los portadores de dichas credenciales serían los destinatarios de títulos y patrimonios; ahora bastante mermados, por cierto, y carentes de liquidez. Además de lo dicho, el Duque estableció condiciones excluyentes que dicen textualmente: «Los herederos no tendrán derecho a la propiedad hasta el fallecimiento del padre, don Amadeo Collado, y llegado ese momento no podrán enajenar ni segregar el conjunto de la herencia. Este legado quedará desierto si se probara que una de las partes beneficiarias hubiese buscado a la otra valiéndose de anuncios públicos o de cualquier medio de comunicación».
—Y ¿eso por qué? —quiso saber la futura duquesa.
—Pues eso no está escrito, pero hay que interpretar que el señor Duque pretendía que sus nietos se unieran por razones de afectividad, o mera coincidencia, como es el caso, pero nunca por intereses económicos. Las madres de ustedes lo sabían y respetaron tal voluntad.
Satisfecha la curiosidad de la chica continuó el notario, sonriente, mirando por encima de las gafas a sus interlocutores:
—Es un testamento muy peculiar, su clausulado llama la atención, pero eso, más o menos, es lo que dice. Así pues, tan pronto tenga las pruebas de autenticidad oficial y se emitan los edictos pertinentes,  ustedes, distinguidos Alfonso y Cristina, serán de pleno derecho los Duques de Valdecollados, ex aequo  —concluyó el notario.
—Pero oiga, que nosotros no tenemos dinero, ni cultura. ¡Nada! Yo currelo en la construcción y ella es limpiadora de locales y edificios... —aclaró el chico con tono preocupado.
—De lo que ustedes sean o hayan dejado de ser, aquí no dice nada. Así pues mantengo lo dicho —confirmó el notario recogiendo sus papeles.
Los jóvenes salieron de la notaría aturdidos, sin saber qué pensar de todo aquello. Tampoco sabían muy bien qué era un ducado, ni qué podían hacer ellos con semejante suerte.
Poco después, Alfonso se empleaba en el adecentamiento exterior del castillo ducal y sus anexos. Al mismo tiempo Cristina sacudía telarañas, sacaba brillo a los suelos nobles, enceraba los pasamanos de las barandillas y quitaba el polvo de las lámparas.  No sabían que aquellas propiedades, teniendo ya dueños ciertos, iban a ser embargadas si no se liquidaban los impuestos en mora: sobre ellas pesaba una carga por el impago de los arbitrios municipales y fiscales de muchos años.

(*) De la colección inédita Cuentos artesanos
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