jueves, 26 de abril de 2012

SUEÑOS FRUSTRADOS

Una planta para mí solo, automatizada, programada a mi gusto

Siempre soñaba que tenía despacho en la Castellana. Una planta para mí solo, decorada con maderas de Brasil. No faltaba ningún automatismo. Todo estaba programado a mi gusto: el café, templado y con tres cucharadas de azúcar; la música, con los acordes más alegres; la luz, tenue; la temperatura, de primavera, y el ambiente con aromas silvestres. Desde allí controlaba mis negocios, repartidos por todo el mundo. Si viajaba, siempre en coches automáticos, con conductor y ayudante, o en aviones propios.

¡Cómo mienten los sueños! Estaba en el paro. Despierto no tenía ni para un tinto peleón. Nada más levantarme, ya deseaba la noche. Era cuando vivía. Asomado al ventanuco, contemplaba la vida real. Olía las prisas de los que iban a trabajar, y esperaba como un gato el calor de las primeras luces. Luego me refugiaba en el silencio de la nostalgia, camarada fiel cuando todo es nada.

Sin dejar de soñar, mi destino cambió. No pude ingresar la cuota para la quiniela que hacíamos los amigos. Aquello suponía un sacrificio imposible, pero no quise perder la costumbre de tantos años; así que reuní la calderilla que pude y la gasté en una apuesta sencilla, de las más baratas. La hice sin ninguna ilusión. Puse el uno, el dos y la equis sin saber cómo ni donde. No estaba yo para finuras.

El lunes por la mañana supe que sólo había un acertante de catorce, que cobraría no sé cuánto, cientos de millones dijo el locutor. Por hacer algo, cogí el boleto y comprobé. Me parecía mentira. No podía entender por qué puse ganador al Mirandés frente al Atlético de Bilbao, o al Alcorcón frente al Madrid. ¡Qué barbaridad! Revisé una y otra vez la lista de los partidos, mi boleto era un acierto pleno. Me costaba creerlo. Pensé que sería un sueño. ¡Qué va! Era de día y estaba bien despierto: el perrillo de mi vecino ladró cuando tocaron las campanas de la Iglesia, como todos los días.

Mi cabeza voló a mundos de abundancia. Noté la boca seca y escalofríos; se me puso la piel como la de un pavo, el vello de los brazos erizado y sentí que el corazón había perdido su ritmo. Fui portada en periódicos, radios y televisiones. Luego aparecieron los parientes, los que nunca llamaron para saber de mis miserias, y los amigos, que dejaron de visitarme cuando se me terminó el güisqui y el vino de etiqueta. Hasta me salieron novias, pero yo seguí acostándome con los sueños de siempre.

Un tío mío, constructor, me propuso dejar el semisótano donde vivía de alquiler, en un barrio sin identidad, lleno de emigrantes de todos los países. Me animó mucho para que construyera una vivienda grande, de lujo, a las afueras de Madrid. Me sonó a exceso, pero le dije que sí. Ese chalé tendría todos los automatismos soñados.

—Si eso es lo que te gusta, yo te haré una casa inteligente, como las de los grandes magnates —me dijo, desplegando los planos.

Se puso manos a la obra. A partir de ese día, mi tío me llevaba cada mañana a ver los forjados que empezaban a subir en una parcela de Somosaguas. Mis sueños iban y venían sobre la nueva casa: las cortinas y las persianas se abrían y cerraban según la luz exterior; en la cocina, un robot aliñaba la comida con muchos cominos y tres pizcas de pimienta, ¡riquísima!; si bajaba la temperatura, se ponía en marcha la calefacción; si hacía calor, entraba en funcionamiento el aire acondicionado… Así todo. Aquello iba a ser lo nunca visto. Ya estaba yo deseando disfrutar los lujos que me cautivaban cada noche.

Terminaron el caserón en el plazo previsto. Pagué todos los gastos, que fueron muchos, y me mudé. Ahora todo es distinto. Esta mansión tan inteligente hace cosas extraordinarias, es verdad, pero se distingue poco de Sócrates, el caniche del vecino de antes, al que todos tenían por listísimo. No era para tano. La casa, como el perro, tampoco lee el periódico. Eso sí, la disfruto como si fuese un rico de toda la vida; tengo dos coches automáticos, jardineros y personal de servicio, como en el paraíso onírico, pero con una diferencia: ahora he de pagar nóminas, seguros, carburantes… ¡Una pasta! Además, me levanto muy triste; no sé por qué, he dejado de soñar.

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