martes, 30 de octubre de 2012

ESPERANZAS ROTAS

Quizá ella, enferma de amor como él, acunara sus ansias.

Antonio se entretuvo en el parque cuando salió de la oficina. Era viernes. En casa le esperaba Berta, que a esas horas, como todos los fines de semana, estaría riñendo con los chicos. Le apenaba verla así, pero él nunca dejó de soñar con su amor secreto, al otro lado de las apariencias.

Por la noche televisaban su serie favorita; hasta entonces, sin prisa. Acomodado en el banco de siempre, respiró hondo, se aflojó el nudo de la corbata y recordó los ojazos negros de Dóroty, sus trenzas largas, su voz, su perfume. Estudiaba segundo de bachiller cuando ella repetía tercero. Antonio fue llenando su vida de gozos y tristezas, preso de miradas hechiceras, de una vestimenta sugerente y de un tacto prieto y sedoso. Así la añoraba.

Observando las parejas que pasaban a su lado, sintió la amargura de la última fiesta en el instituto. Bailaban agarrados; la respiración excitante de la chica acariciaba su cuello. Llegó Ernesto, engreído, con su cara de desprecio. A Dóroty se le aceleró el corazón. Al primer guiño, se fue con él sin decir adiós. Como otras veces, Antonio deseó el mejor veneno. No soportaba que nadie se llevara lo que creía suyo. Solo le quedaba consolarse entreteniendo a su pretendida, que pronto lloraría la espantada irreverente de Ernes.

Sin salir del parque, Antonio retrocedió a su época de universitario, al guateque navideño donde conoció a Berta. Empezaron a salir, y pronto perdió el sentido y hasta el apetito. Un anochecer de primavera, sentados allí mismo, donde él estaba, casi sin pensarlo y con voz turbia, le propuso matrimonio. Ella dijo que sí. Se besaron con los ojos cerrados. Vieron los caminos del futuro.

Después de aquello, él pensó que su amor de juventud acabaría pronto en el olvido. No fue así.

Arrullado por una brisa de aromas silvestres, Antonio vio que, atraído en todo por la madre de sus hijos, Dóroty iba siempre esculpida en su mente. Era un sentimiento de regocijo y disgusto a la vez. La llamaba por su cumpleaños, en Navidades, en verano... La muchacha de las trenzas largas, ya cortas y canosas, siempre le daba la misma respuesta.

Aquel viernes, plegando el sol las cortinas de la tarde, se acordó de ella con la pasión de siempre. “Lo intentaré otra vez”, pensó decidido.

Sacó el móvil. Azorado, marcó el número esperando que, enferma de amor como él, acunara sus ansias. Seguía dispuesto a una doble vida, aunque tuviera que morir dos veces.

Dóroty, después de escuchar lo que Antonio le dijo con argumentos dulces e irresistibles, como en ocasiones anteriores, respondió segura.

—No me explico tan bien como tú. Lo sabes. También sabes que por más que pase el tiempo seguiré esperando. Quizá algún día Ernes, harto de ir y venir, quiera quedarse. Tú me entiendes.

Antonio, con la esperanza llena de rotos, se fue a casa. Ya era de noche. Mientras caminaba, con cara de perro abandonado, soportó los dolores del rechazo con más pesar que nunca.

Berta le recibió con cariño, pero reivindicativa, deseosa de compartir enfados e inquietudes.

—¡Estoy harta! La niña se va con el novio el fin de semana. El otro dice que no viene a cenar. Tú te presentas a estas horas. ¡Qué horas!, Antonio. Y yo aquí.

Sin ánimo para pretextos, se inundó de ternura, atrapado por la mirada de la esposa, que le rodeó con sus brazos para darle dos cálidos besos. Sintió vergüenza y se consideró indigno de tal afecto.

Después de una cena silenciosa se sentaron en el sofá, que, gastado por los años, conservaba aún el confort original. Él cogió el mando a distancia, roto, recompuesto con papel de celo, y seleccionó el programa que tanto apasionaba a Berta, que nunca veía por complacer a los demás.

—¡Pero bueno! ¿Por qué pones hoy mi reality? —preguntó sorprendida.

Antonio la miró de reojo, lo justo para sentirla cerca. Después, cogiéndole las manos, respondió como si fuese otro.

—Después de tanto tiempo, me he cansado de esa seríe que seguía. Es como un camino sin fin, que nunca llega al desenlace esperado.
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jueves, 26 de abril de 2012

SUEÑOS FRUSTRADOS

Una planta para mí solo, automatizada, programada a mi gusto

Siempre soñaba que tenía despacho en la Castellana. Una planta para mí solo, decorada con maderas de Brasil. No faltaba ningún automatismo. Todo estaba programado a mi gusto: el café, templado y con tres cucharadas de azúcar; la música, con los acordes más alegres; la luz, tenue; la temperatura, de primavera, y el ambiente con aromas silvestres. Desde allí controlaba mis negocios, repartidos por todo el mundo. Si viajaba, siempre en coches automáticos, con conductor y ayudante, o en aviones propios.

¡Cómo mienten los sueños! Estaba en el paro. Despierto no tenía ni para un tinto peleón. Nada más levantarme, ya deseaba la noche. Era cuando vivía. Asomado al ventanuco, contemplaba la vida real. Olía las prisas de los que iban a trabajar, y esperaba como un gato el calor de las primeras luces. Luego me refugiaba en el silencio de la nostalgia, camarada fiel cuando todo es nada.

Sin dejar de soñar, mi destino cambió. No pude ingresar la cuota para la quiniela que hacíamos los amigos. Aquello suponía un sacrificio imposible, pero no quise perder la costumbre de tantos años; así que reuní la calderilla que pude y la gasté en una apuesta sencilla, de las más baratas. La hice sin ninguna ilusión. Puse el uno, el dos y la equis sin saber cómo ni donde. No estaba yo para finuras.

El lunes por la mañana supe que sólo había un acertante de catorce, que cobraría no sé cuánto, cientos de millones dijo el locutor. Por hacer algo, cogí el boleto y comprobé. Me parecía mentira. No podía entender por qué puse ganador al Mirandés frente al Atlético de Bilbao, o al Alcorcón frente al Madrid. ¡Qué barbaridad! Revisé una y otra vez la lista de los partidos, mi boleto era un acierto pleno. Me costaba creerlo. Pensé que sería un sueño. ¡Qué va! Era de día y estaba bien despierto: el perrillo de mi vecino ladró cuando tocaron las campanas de la Iglesia, como todos los días.

Mi cabeza voló a mundos de abundancia. Noté la boca seca y escalofríos; se me puso la piel como la de un pavo, el vello de los brazos erizado y sentí que el corazón había perdido su ritmo. Fui portada en periódicos, radios y televisiones. Luego aparecieron los parientes, los que nunca llamaron para saber de mis miserias, y los amigos, que dejaron de visitarme cuando se me terminó el güisqui y el vino de etiqueta. Hasta me salieron novias, pero yo seguí acostándome con los sueños de siempre.

Un tío mío, constructor, me propuso dejar el semisótano donde vivía de alquiler, en un barrio sin identidad, lleno de emigrantes de todos los países. Me animó mucho para que construyera una vivienda grande, de lujo, a las afueras de Madrid. Me sonó a exceso, pero le dije que sí. Ese chalé tendría todos los automatismos soñados.

—Si eso es lo que te gusta, yo te haré una casa inteligente, como las de los grandes magnates —me dijo, desplegando los planos.

Se puso manos a la obra. A partir de ese día, mi tío me llevaba cada mañana a ver los forjados que empezaban a subir en una parcela de Somosaguas. Mis sueños iban y venían sobre la nueva casa: las cortinas y las persianas se abrían y cerraban según la luz exterior; en la cocina, un robot aliñaba la comida con muchos cominos y tres pizcas de pimienta, ¡riquísima!; si bajaba la temperatura, se ponía en marcha la calefacción; si hacía calor, entraba en funcionamiento el aire acondicionado… Así todo. Aquello iba a ser lo nunca visto. Ya estaba yo deseando disfrutar los lujos que me cautivaban cada noche.

Terminaron el caserón en el plazo previsto. Pagué todos los gastos, que fueron muchos, y me mudé. Ahora todo es distinto. Esta mansión tan inteligente hace cosas extraordinarias, es verdad, pero se distingue poco de Sócrates, el caniche del vecino de antes, al que todos tenían por listísimo. No era para tano. La casa, como el perro, tampoco lee el periódico. Eso sí, la disfruto como si fuese un rico de toda la vida; tengo dos coches automáticos, jardineros y personal de servicio, como en el paraíso onírico, pero con una diferencia: ahora he de pagar nóminas, seguros, carburantes… ¡Una pasta! Además, me levanto muy triste; no sé por qué, he dejado de soñar.

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jueves, 29 de marzo de 2012

NO TAN LOCO

Es una lata robar a los pobres, sus coches son malos y viejos.

Después de robar el Vectra del farmacéutico, el Ford del médico y el Ibiza de los hijos del alcalde, a Juan Malpartida le detuvo la Guardia Civil. Estaba ensimismado haciendo el puente al viejo Citroen de Don Manuel, el cura del pueblo, que además era su tío.

Las autoridades confirmaron lo que muchos ya intuían: estaba un poco mal de la cabeza, quizá influido desde pequeño por los malos hábitos de su padre, que cada día se presentaba en casa con una billetera usada, con documentos y todo.

Después de dudar cuál sería el trato más conveniente para el joven, lo ingresaron en un centro de salud mental. Al principio, bien; pero pronto empezó a sufrir contracciones bruscas e incontroladas en todos los músculos. Le pasaba eso después de abrazar con fuerza puñados de revistas donde aparecían chavalas como hechas a máquina, con botas, guantes y nada más, reclamos publicitarios de cochazos alemanes poco vistos. Aquello le llevó a continuas sesiones de aislamiento y al bromuro en las comidas.

Después de una temporada así, cambió. Poco a poco se fue pareciendo a una persona normal: atento, lúcido y muy integrado en las actividades del psiquiátrico. Los médicos creyeron conveniente elaborar un informe favorable. Hablaron con él en varias ocasiones. La última fue determinante.

—¿Cómo te encuentras tú, Juan?

—¡Perfecto! Ya me ve usté.

—¿Estás contento aquí o te gustaría salir?

—Sí, sí; salir, salir…

—¿Qué te gustaría hacer fuera?

—Qué va a ser, trabajar. Trabajar en el Parque Móvil del Gobierno, para poner a punto y limpiar los coches de los ministros.

—Creíamos que lo tuyo, más que cuidar coches, era robarlos.

—Claro que si. Eso es. Lo que pasa es que es una lata eso de robar a los pobres, mu decentes ellos, pero sus coches son cada vez más viejos y más malos, ¿sabe usté?

—Es mejor que te quedes una temporadita más. Saldrán modelos nuevos.

—Bueno, vale; siendo así… —dijo Juan, resignado.

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lunes, 27 de febrero de 2012

MALDITA OSCURIDAD

En un lugar tranquilo mejoran todos los males, aunque haya tormentas.

Aquello de querer y no ser querido me estaba matando. Menchu se convirtió para mí en una obsesión enfermiza. ¡Qué obsesión! Pensé que en un lugar tranquilo mejoraría de las cefaleas producidas por aquella angustia. A la vez, como distracción y autoayuda, corregiría mi novela de terror.

Convencido de ello, me fui a un viejo caserón que tienen mis tíos en los acantilados del norte. En el salón, además de la chimenea, había aparejos de pesca, el esqueleto de un pirata —lo supe por el parche de tela negra—, un sarcófago de metal tallado, una librería con la colección Relatos que me asustaron, Cuentos de crimen y misterio, El gato negro y otros volúmenes. Todo iluminado por cuatro ventanales con vistas a los rompientes, por un lado, y a la montaña y al pueblo, por otro.

Ignoré aquel decorado para dedicarme, con entrega absoluta, a la vida de mis personajes: dos brujas que mataban de miedo, un fantasma que averiaba los interruptores eléctricos; otro, que cambió los diálogos de héroes y figurantes; un hada, preciosa, que quería seducir al narrador, y dos caníbales dispuestos a comerse a todos.

Me estremecían los rugidos del mar al desbaratarse contra los farallones, y me solazaba el olor a pueblo y el repicar de las campanas. Era lo único que me recordaba, de cuando en cuando, la existencia de una vida real.

Después de dos días con el espíritu abstraído, sin comer ni medicarme, cené todas las navajas que encargué a la taberna del puerto. Estaban deliciosas. Al rato sentí mucho calor. Me duché con agua fría. Secándome, sufrí los temblores de un terremoto dentro de mí. Entonces Menchu, que me rechazó cuando empecé a escribir historias de miedo, entró en mi pensamiento con más fuerza que nunca; su voluntad no lo hubiese querido. Aunque yo la deseaba para siempre, intenté librarme de ella pero no lo conseguí. Derrotado por las convulsiones y la desesperanza, en lugar de una pastilla, prescrita por el médico, tomé cuatro.

Sin los avisos previos de truenos y relámpagos, una tormenta impropia de otoño dejó sin luz toda la casa. Se abrió un ventanal con gran estruendo. Me vi atrapado en las tinieblas de un mundo vacío. Aquello fue como el fin de una vida, o el principio de otra era, o un simple apagón entre dos luces. No lo sé. Yo sólo deseaba un claro en tanta oscuridad y, más que nada, un sí afectuoso para la súplica que una y otra vez se me negaba.

En un instante de sosiego incierto, aticé el fuego con leña de pino. Ardió trepidante. Luego sentí fiebre y mucho dolor en el estómago; quizá por una indigestión, por la sobredosis del diazepam, o por lo que fuese. Se me vació la cabeza. Quedé ausente, trastornado. Me habitaron los personajes que yo mismo había creado, cuyas caras se me representaban en las sombras de las llamas. En la clandestinidad de la noche, con las manos en garra y abriendo los ojos y la boca cuanto podían, amenazaron con apagar el sol para que así, a oscuras, no pudiera encontrar el cariño que tanto deseaba. Todos actuaban bajo la dirección implacable de Menchu, siempre ausente y siempre conmigo. En esa ocasión, me dolió su presencia más que el resto de mis males. Iba disfrazada con las ropas del hada. La reconocí por el perfume a lavanda, aquel que usaba en la adolescencia, cuando yo sólo escribía poemas románticos y ella aceptaba con gusto mis instancias de amor.

Con aquel recuerdo y tras una agitación larga y confusa, volví a mí con el manuscrito de la novela entre las manos. A tientas, pasé la punta de un arpón por el pie derecho. Me dolió; quería saber si estaba despierto. En la lumbre de la chimenea sólo quedaban rescoldos. Debí poner más leña, pero sólo pude vomitar y hacerme todo encima como un niño.

Un rato o dos más tarde, no sé cuánto, volvieron los engendros; pensé que venían decididos a cumplir su amenaza. Al no percibir las añoradas fragancias naturales, supe que Menchu no estaba en el grupo. Temeroso, me enfrenté a ellos y casi me rompo propinándoles puñetazos y patadas. No pude alcanzarlos, a pesar de sufrir cerca y con intensidad el hedor de sus alientos nauseabundos, como efluvios de cloaca. Quise escapar, ¡imposible! Sólo tuve fuerzas para tirar al fuego mi relato inacabado, pero no ardió. El salón seguía a oscuras. ¡Maldita oscuridad! Dejé de sentir. O ¿hacía mucho que ya no sentía? No sé cuántos días tardó en amanecer ni dónde estaba lo que quedaba de mí.

Ayer, ya en casa, supe cómo acabaron aquellos desvaríos. Me llevaron a un centro de neuro-no-se-qué. Allí estuve varios días, siempre despierto y con la luz encendida; de noche, también.

Ya no veo sombras, ni oigo voces. He decidido sustituir el contenido de la novela: nada de pánicos ni escenas misteriosas, la reconstruiré con otros personajes y tramas de ternura. Dispuesto a cambiar, tiraré todas las medicinas; serán suficientes los elixires afectivos de Menchu, que me visitó en el hospital, complaciente, cuando se enteró de mis desatinos. Hablamos: le anticipé mis propósitos narrativos. Noté su alegría y volví a pedirle el obsequio de sus atenciones. Ella me regaló una mirada de miel y puso en mis labios un beso de aceptación, largo y cálido. Ahora mis caminos vuelven a estar iluminados y ungidos con su fragancia de cantuesos y espliegos silvestres, que puedo gozar y casi palpar.
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jueves, 12 de enero de 2012

EL JAMÓN


El jamón, cada vez más menguado.


            En casa de los Martínez, desde que se acabaron las horas extras, la madre recosía la ropa de todos y cocinaba con poca carne y pescados baratos. Carlos, el hijo mayor, era becario de Filología Inglesa en Oxford. Salvador, el pequeño, hacía el bachillerato; sin pretenderlo, fue enterándose de lo que pasaba a su alrededor.

            Los padres, antes de los veranos y las navidades, aprovechando cualquier oferta del súper, compraban un jamón: el más pequeño del lote, sin marchamo ni etiqueta, para que costara poco. Lo colgaban en la viga más alta del sótano, y a esperar.

            Salvador bajaba  a la cueva casi todos los días. Debajo del jamón, de puntillas, doblaba el cuello hacia atrás, abriendo mucho la nariz, en un intento de oler las entrañas de aquel huésped intratable. Se conformaba con el tufillo liberado por los poros del envoltorio, una malla blanca que poco a poco iba ganando pátina y un sabor imaginario. Con los ojos cerrados y alguna ilusión, veía un corte veteado, capaz de remover sus jugos gástricos. Luego, relamiéndose, muy concentrado, suplicaba a todos los dioses la llegada de su hermano.
* * *

            A últimos de junio, llegó el de Oxford. Le encontraron más alto y hablaba ya como los corresponsales de las televisiones extranjeras.

            Después de hartarle de besos y halagos, la madre descolgó el pernil con un tic de emoción inevitable, que se notaba en el mentón y en los mofletes. El padre, paseando la lengua por los labios, cortó lonchas finitas. Los cuatro disfrutaron de aquel manjar tan esperado: lo magro para Carlos, el tocino y las virutas secas para los demás.

            Una mañana, a poco de llegar, los dos hermanos fueron de paseo por el casco antiguo. Allí, Carlos informó en inglés a unos extranjeros despistados. A Salvador se le inundó la mirada. Entre eso y el trato que dispensaban los padres al futuro filólogo, le invadió un sentimiento que no supo si era envidia, admiración o ambas cosas a la vez.  Tampoco hizo mucho por averiguarlo. El pensamiento se le iba a la bandeja de jamón, cada vez más menguado, que abría camino a los platos de  cuchara. Sin embargo, no podía olvidar la realidad: “cuando se vaya el niño mimado, volveremos al caldo limpio y no tendremos ni aceite para una triste ensalada”, pensó durante el almuerzo, masticando sus temores. 

            Meditó mucho Salvador sobre aquello. Pronto cambió de actitud.

            Madrugaba para estudiar en un libro manoseado, de fotocopias y encuadernación casera. Nunca se separaba de él y nadie pudo ver su contenido, sólo el título de la portada: Suministros acuíferos, drenajes, termología… 

            Por la tarde, con el regusto del jamón entre los labios, sin dar explicaciones a nadie, iba corriendo a hacer prácticas. Cuando volvía, casi de noche, se echaba en el sofá hasta la hora de cenar. Su comportamiento era distante, con cara de mal sabor. La familia empezó a preocuparse.  Él no era así, menos con su hermano, del que nunca se separaba.
* * *

            Acabadas las vacaciones, Carlos volvió a Oxford. Del jamón sólo quedaron los huesos, con menos sustancia que un esqueleto de plástico. 

            Dos meses más tarde, después de intercambiar algunos mensajes sin trascendencia, Salvador, satisfecho con sus logros, escribió al hermano un correo electrónico más extenso que de costumbre. Le expresaba la admiración que sentía por él, y confesó su disgusto por lo poco que disfrutaron juntos el último verano. Lo lamentaba, pero todo, según él, tenía una explicación.

            En otro párrafo escribió textualmente:

            “El curso, con mucho sacrificio, bien. Aquí todos muy contentos. Mamá ya no cose tanto, compramos ropa nueva y jamón con certificado de origen, del caro, para los bocatas de todos los días. Como verás en el enlace que te copio, hago algunos trabajillos, después de clase y los domingos. El mérito no es sólo mío, me ayuda papá, ahora que está en el paro. Cuando termines tus estudios, si quieres, haremos un hueco para ti”.

            En la Web mencionada, a toda pantalla, tricolor y con fondo al agua, sobre dos teléfonos y una dirección electrónica, anunciaba: Salvador Martínez - Trabajos de fontanería – Urgencias a cualquier hora.
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