jueves, 19 de mayo de 2011

VOLVER (*)

Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.

—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.

Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una chapuza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.

Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.

Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoyado en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.

Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.

—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.

El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole con dificultades para razonar, le atendió al momento.

—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras.

—Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas.

Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.

A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en dirección contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.

“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Habrá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.

El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.

Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacerle entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.

—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificultad.

Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.

Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante, y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes.

Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra. Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.

Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.

Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la primera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.

La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:

—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.

Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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(*) Expuesto en la Biblioteca Central de Móstoles entre el 17 y 25 de Mayo/2011. Leído e interpretado en el Concierto Literario el 19 e Mayo/2011, en el salón de actos de la Biblioteca. A continuación se ofrece una galería de fotos.


MI CUENTO Y YO

UN FRAGMENTO AMPLIADO DEL CUENTO



UN MOMENTO DE LA LECTURA/INTERPRETACIÓN


UNA VISTA DEL SALÓN

EL PÚBLICO APLAUDIÓ A ESCRITORES E INTÉRPETRES