viernes, 17 de junio de 2011

EL LUNES, AL TAJO

Los institutos de ahora no son como las escuelas de antes. Los maestros, tampoco.

Aurelio, capataz de la construcción,  llegó bien temprano el domingo a Los Perfiles, un bar cerca de su casa, empapelado con carteles futboleros. Estaba él a lo suyo, con la faria y el carajillo, cuando le sorprendió que alguien, a esas horas tan necesitadas de empujones fuertes, pidiera con voz débil, como lastimada, un té con limón.  No pudo evitar una mirada. 

—¡Arrea! Don Vicente, ¿cómo usté por aquí?

—Pues ya lo ve.

—Pero no tome usté eso, hombre. Apriétese un copazo, que es lo que anima. Un tío joven, como usté...

—No, gracias. No puedo. Estoy convaleciente —se justificó Vicente, con mala cara y peor gana.

—Ya lo dijo la chica, que andaba usté algo pachucho, y que algunos días no había clase de idioma. Le llegaron a ingresar ¿no?

—Pues sí.

—¿Ya está bien?

—Ahí ando.

—Y ¿qué mal ha sío? Si no es molestia.

—Nervios, estrés, ansiedad. Cosas del trabajo.

—¡Ay madre! No me hable de nervios. Tengo los míos como las cuerdas de una guitarra vieja. Mañana empiezo la semana con una cuadrilla de moros, búlgaros y polacos, tos´nuevos, y encima sin entendernos; no saben decir ni cemento. No vivo; sin pegar ojo que estoy.

—Yo también volveré mañana al instituto, a ver qué tal. De momento, estoy temblando.

—¡Bah! Lo suyo no tiene poblema. Tres cachetes y arreglao. Mis lunes sí que son malos; el de mañana, peor que ninguno.

—Yo también estoy temiendo. Los colegios de ahora no son como los de antes —medió Vicente.

—Claro que no. Así está el mundo de torcío. En lo que no enderecemos a los muchachos, ca´vez peor. ¡Correazo y tente tieso!

—Eso no se puede hacer. Pegar a los niños, ¡qué barbaridad!

Aurelio apuró el contenido de su taza con fruición, pero no hizo ningún caso a los periódicos que dejó el camarero sobre el mostrador; nunca leía, ni las multas de tráfico. Vicente estuvo tentado a echarlos un vistazo,  pero no lo hizo. Le pareció de mala educación ponerse a leer e ignorar a Aurelio.

—¡Eh, chaval! Pon dos copas, que le voy a explicar al maestro lo que hay que hacer —dijo Aurelio, con un vozarrón tan fuerte como él.

—No, no, muchas gracias. Yo no tomo alcohol —rechazó Vicente con voz cortada, temerosa.

—Pues a mí me pones un sol y sombra y a él lo que quiera, o me cobras lo que esté tomando —ordenó el capataz, que continuó con su arenga.

—Los muchachos de ahora son unos salvajes. En mi época nos daban leña por ná. Si hacías una pifia, o que no  supieras la lección, mismamente, el maestro te arreaba una tunda que a qué contar. Y ojito con ir a casa quejándote, que te caía otra ensalá de sopapos. Así era. Y no salimos ninguno con traumas de esos. Cierto: la escuela, ni verla; cada dos por tres, novillos.

—Ahora está prohibido maltratar a los alumnos.

—También está prohibido que ellos maltraten a los maestros, que se maltraten entre ellos, o que maten por una rabieta a quien se les ponga por delante. El maestro de mi pueblo tenía una correa, “la víbora”, le decíamos; no sabe usté qué buen resultao daba. A mí, menos los domingos y cuando no iba por algo, me zurraba to´los días. Hasta que hice lo que hice, y ya no volví.

—¿Qué hizo?

—El maestro, que era cojo, me tenía con la cabeza entre sus piernas, dándome con la bicha en el culo to´lo fuerte que podía. Hice un quiebro, se la quité y me escapé con ella. En casa la tengo. No volvió a pegarme ningún maestro. Y aquí me tiene: capataz de obras, y no me arrepiento, al contrario; aunque, eso sí, hoy ando arrugao, mu arrugao. No sé qué hacer el lunes con esa punta de extranjeros inexpertos.

Además de muy estudioso, Vicente era un defensor acérrimo de todas las reformas orientadas a modernizar la enseñanza. El discurso de aquel hombre rudo era cargante. A pesar de lo desagradable que le resultaba al profesor, siguió la conversación.

—¿No volvió más a la escuela? ¿De verdad?

—No volví, no. Me dijo mi padre que bueno, que me pondría a cuidar  los pollos,  las gallinas, las cabras...

Vicente se excusó diciendo que tenía que limpiar los canarios y sacarlos al sol. Agradeció a Aurelio la invitación y salió tirando de su cuerpo seco, como una vara. Aurelio siguió en el bar, hablando de fútbol y de mujeres, copeando con los amigotes. No quería quebrarse la cabeza con lo del lunes.

Vicente, en casa, no dejaba de pensar en sus alumnos, y también en la lucha del día siguiente; sólo veía el pavor de la derrota. Así estuvo toda la mañana. Las piernas le temblaban. En algún momento pensó no comer y hartarse de pastillas. Luego se acordó de Aurelio y de su correa, sintiendo por él cierta empatía.

Cuando terminó de comer, para hacerse con el valor que no tenía, se tomó un chispazo de orujo. Al rato decidió hablar con el capataz. No le costó encontrar el número en la guía. Marcó y enseguida oyó la señal. Pulsó la tecla azul de “manos libres” para poder hablar como estaba, tendido en el sofá, cubierto con un lienzo de paisajes descoloridos.

—¡Dígame!...

—Hola, Sonia. Soy Vicente, Vicente Miranda. ¿Está tu padre?

—Sí. Ahora se pone.

La chica, sabiendo cómo estaba su profe, no le preguntó, ni le saludó siquiera. El padre no tardó en responder.

—Diga, don Vicente ¿qué se le ofrece?

—Perdone que le moleste, Aurelio, pero es que, meditando sobre la conversación de esta mañana, he pensado mucho en la correa que quitó a su maestro y...

—Aquí la tengo, guardá como un trofeo —interrumpió Aurelio.

—Si no le importara dejármela el lunes para llevarla al instituto...

—Cómo me va a importar. Ahora mismo se la llevo y seguimos hablando de lo bien que funciona eso. 

—Gracias, Aurelio, muchas gracias. Me deja usted muy tranquilo.

—Pues yo sigo con la misma desazón, desesperao, sin saber qué hacer. Lo mío no se apaña con correazos. Si supiera algún idioma, o hubiese estudiao más, ahora podría entenderme con esos pobres desgraciaos. Pero así... Bueno, ¡venga! Hasta ahora mismo, don Vicente —concluyó el capataz, lamentándose.