domingo, 11 de diciembre de 2011

ZAPATOS NUEVOS

En un tenderete ambulante, en lossoportales de la plaza...

En aquellos tiempos no había casi coches, sólo Seiscientos y pocos. Los muchachos de los pueblos, aparte de la enciclopedia de Álvarez y el catecismo, no pasábamos de los manoseados tebeos del Capitán Trueno. El cine, en un salón que olía a gallinas, costaba una peseta. De vez en cuando iban algunos titiriteros a La Plazuela; llevábamos nuestras sillas y sólo cobraban la voluntad.

En medio de todo aquello, tan en blanco y negro, yo sólo quería estrenar. No había nada que más deseara, pero siendo el menor de tres varones, nunca podía presumir de algo que oliera a fábrica. Aquel año, no recuerdo cuál, mi madre compró unos zapatos nuevos para mÍ solo, de la marca “Gorila”, color tabaco y sin cordones, como yo quise. Aprovechó las rebajas de julio, anunciadas con mala letra en la lona de un tenderete ambulante, en los soportales de la plaza. Cogía un par, miraba mis pies, luego el número de la caja, preguntaba el precio, los dejaba… Así mil veces. Más por mi insistencia que por su convencimiento, al final se decidió. El trato: hasta las Fiestas del Cristo, en septiembre, no los podía estrenar. Demasiado, pero quedé contento.

—Mu bien —dijo mi padre cuando me los vio puestos, en casa—. Un poco anchurosos, pero mejor. Con el estirón que vas a dar no entrarás ni en las zapatillas de Quirós (*)

Bendito verano. Qué bien lo pasé. Todos los días esperaba la hora de la siesta para sacar los “Gorilas” del baúl: suaves, relucientes. Daba gloria verlos. Quitaba los cartones de dentro, los acariciaba, los olía, y si los pies no apestaban mucho a sudor, caminaba con ellos sobre la alfombra de la alcoba, para no rayar la suela. Me miraba en el espejo del armario: todo un mozo. Mi primer estreno, lo más. “Con calcetines, igual que guantes”, pensaba. Así todos los días; y algunas noches, cuando la familia salía al fresco, otra vez.

Llegaron los programas con los actos religiosos, y con gran colorido los carteles de los toros, los bailes y las verbenas, anunciando que todo sería grandioso y extraordinario. Por fin, ya estábamos en fiestas. Cuando pasaron las dulzainas tocando diana, yo estaba casi vestido. Lo último, los zapatos. Después de admirarlos tanto, daba pena estrenarlos en público, temeroso de que se rozaran. No tenía ni asomo de barba, pero me sentía grande. Sin esperar a los hermanos, escapé solo a misa. Iba con los pantalones y la camisa de Juan, y con la chaqueta y la corbata de Pablo. Pero los “Gorilas” eran sólo míos. Las calles estaban adornadas con guirnaldas y los cohetes desperezaban, tan chispeantes como yo, aquella mañana que olía a pólvora, a churros, a mantecados… ¡A función!

En la explanada de la iglesia, otros muchachos hacían regates con un balón nuevecito, de reglamento. Como no habían llegado los mayordomos ni las autoridades, fui con ellos. En casa no teníamos juguetes, sólo una bicicleta vieja y sin timbre, para los recados. Aquella pelota de badana sonaba en los toques a primera división. Me llegó dos veces, rastrera; centré con mucho cuidado para no ensuciarme. Luego volvió otra vez, por alto; la paré con la rodilla, miré al que estaba más lejos. Iba a ser emocionante chutar con un esférico —como decían en la radio— de verdad. ¡Qué día! Olvidé todo. Solté un derechazo de campeonato, como Gento, con todas mis fuerzas. Sentí como si algo se rompiera en mí.

No supe más del balón, ni quise saberlo. El “Gorila” derecho, recién estrenado, con una vida tan corta, que no llegó ni a la procesión, voló al tejado de la escuela. Fue como si el mundo hubiese terminado antes de empezar.

Pasaron varios días hasta que pudimos rescatarlo, después de las fiestas, que fueron muy lluviosas ese año. Al ponerme otra vez aquellos zapatos, tan guapos cuando los compró mi madre, me dolieron los roces de su ausencia. Ya no eran los mismos, por mucho que dijera mi padre.

Desde entonces miro las cosas con cuidado, no siempre son como anuncian los carteles.

(*) Quirós: zapatería de la capital abulense, en el casco antiguo, de una sola planta, de cuya fachada colgaban dos zapatillas de tela, con suela de esparto, que medían más de un metro.
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jueves, 27 de octubre de 2011

HABLADURÍAS

Aunque hablaran de él, nadie sabría nada de su vida anterior.

Amadeo Gil Márquez casi no existía entre sus vecinos. Sólo era el señor Gil. Cuando cambió de casa, dos meses atrás, decidió mantenerse al margen de relaciones y cotilleos de vecindad. “Aquí no descubrirán los colorines de mi pasado; y de mi presente, cuanto menos sepan, mejor. Estoy harto de que el mundo, al verme, gire para otro lado”, pensó. Si él era triste y solitario como el más feo del baile, o alegre como una bandurria en noches de ronda, allí nadie lo sabría. Siempre iba con traje y corbata, como un señor con cara de tener; siempre correcto: “Buenos días, buenas tardes, buenas noches…” Nada más, bastante hablaba en el trabajo.

Pasaba muchas horas en la terraza de su ático. Observándole, parecía mirar con detenimiento y admiración, como si palpara algo y gozara degustando las caricias. “¿Caricias a qué, a quién?”, se preguntaban las vecinas, locas por descubrir los quehaceres del nuevo inquilino. Tanta concentración y la maleta verdosa, asegurada con una correa de doble hebilla, con la que iba mañana y tarde, las tenía intrigadas.

Un día después de comer, Amadeo se acomodó en la hamaca para dedicarse a lo suyo. Estaba vestido como cualquiera cuando está en su casa y hace calor. De pronto empezó a nublarse y el viento se puso de muy mal talante. El velador quedó desnudo. Voló todo. Salió tras ello corriendo, casi volando también. Ni reparó en su indumentaria.

Al ver que algo planeaba por el patio, las vecinas salieron a los balcones como grullas golosas, con ansias de despellejar. Pronto descubrieron la naturaleza de lo aventado: dos braguitas rojas con finos bodoques,  tres tangas y dos sujetadores de la misma calidad y distintos tonos. Amadeo llegó abajo sin aliento. Recogió las prendas a toda prisa. No dijo nada, ni se fijó en nadie, pero sintió los picotazos de las miradas y comentarios de aquellas chismosas. Habría preferido ser, en ese momento, una maceta cualquiera, o el puchero donde cocía aquel repollo que inundaba la estancia de hedores flatulentos.

—¡Bueeenooooo! Mírale. ¿Será posible? Tiene la novia en casa y nosotras sin saberlo. Pero ¿qué clase de portera eres, Reme, que no te enteras de ná? —dijo en voz baja la del 3º C.

—¡Que no! Seguro que trabaja de travesti. Sobra verle. Lleva los disfraces en la maleta esa y luego se cambia donde sea —replicó la del 4º A, con la mano en la boca, mirando a unas y a otras.

—Acabáramos. Pues yo creo que este es un mariquita no declarao, que se las arregla solo en la intimidad del armario —aseguró la del 4º B, tragándose las palabras.

—¡Claro que sí! —dijo una voz queda, enfrente—. Este es un maricón de mierda, y los malos aires le han soplao las galas. No hay más que ver cómo ha bajao, en gayumbos y sin camisa. ¡Está cantao!

A esa sucesión de habladurías se sumaron las de otras vecinas que fueron asomando al oír el alboroto. No dejaron de cotorrear hasta ponerle como un pingo. La portera cerró la sesión.

—A mí me da que es un pervertío, un chulo.  Se aprovechará de las pelanduscas engatusándolas con cuatro trapos, y cuando le pete se disfrazará él de pilingui pa dar gusto a su vena contraria. ¡Que lo sepáis!  Pero yo a callar;  tengo que mantener mi puesto, que es mu serio.

Así quedó aquello, que fue la salsa de comidillas cada vez que las vecinas se encontraban en el portal, en la escalera o en cualquier rellano.

Al día siguiente, sin dormir y con la cabeza maciza por lo acontecido la tarde anterior, Amadeo Gil salió de casa con su buen porte y la maleta de siempre. Cogió el metro hasta el centro.

“Esas arpías, intolerantes, pueden pensar lo que quieran. No les voy a contar que estafé a un banco, que luego me sacaron todo las amantes; que Encarni me abandonó para irse con una de ellas, que era lesbiana; tampoco diré que me embargaron hasta las zapatillas y acabé solo, en la cárcel. ¡De ninguna manera! No hablaré de esas desgracias, y menos ahora, que empiezo a superarlo”, se dijo subiendo en el ascensor de unos grandes almacenes, donde iba a mostrar al jefe de compras los modelos de lencería diseñados para la próxima temporada.
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jueves, 28 de julio de 2011

VECINOS


Por JOSÉ LUIS SALMERÓN, Pluma invitada.

Son las ocho menos veinte de la mañana. Suena la cerradura del 5º; chirría la puerta al abrirse. Un concierto similar comienza en el 3º.

—Ya me está chuleando ese payaso el ascensor. No. No creo, yo lo he llamado antes. ¡Y pensar que los chicos nos pueden hacer parientes! —protesta para sí el del 5º.

Se oyen toses en el 3º. En el 5º huele a café y a un perfume de esos que anuncian en la tele en Nochevieja, después de las uvas, y cuando empiezan los partidos. Las flores del rellano están lacias. Hace frío. Se oye la maquinaria del ascensor, que sube; pasa del 3º.

—Ya está aquí. Que se joda, él siempre me deja la puerta cerrada cuando va delante. Solo irá a por el periodicucho ese que dan gratis en el ambulatorio, o a tomarse la copa al bar y a fumar en la puerta, para dejar todo contaminado y la acera hecha un asco —piensa despacio el vecino del 5º, mientras baja y sale triunfante del portal.

Arriba espera el del 3º, enfurruñado.

—Tiene que haberme oído. ¿Qué le habría costado parar aquí y bajar juntos? Irá al garaje, a quitar el polvo a ese Mercedes que tiene de sexta mano. Solo lo usa para eso. Es un tieso. No hay más que ver la cara que pone cuando me tapo la nariz por mor de esa colonia de mierda que se echa, mareante; aturde hasta a los perros. Cuando seamos consuegros, si lo somos, se lo diré abiertamente.

Ya están los dos en la calle. Cada uno va por su camino, encantados de no verse.
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viernes, 17 de junio de 2011

EL LUNES, AL TAJO

Los institutos de ahora no son como las escuelas de antes. Los maestros, tampoco.

Aurelio, capataz de la construcción,  llegó bien temprano el domingo a Los Perfiles, un bar cerca de su casa, empapelado con carteles futboleros. Estaba él a lo suyo, con la faria y el carajillo, cuando le sorprendió que alguien, a esas horas tan necesitadas de empujones fuertes, pidiera con voz débil, como lastimada, un té con limón.  No pudo evitar una mirada. 

—¡Arrea! Don Vicente, ¿cómo usté por aquí?

—Pues ya lo ve.

—Pero no tome usté eso, hombre. Apriétese un copazo, que es lo que anima. Un tío joven, como usté...

—No, gracias. No puedo. Estoy convaleciente —se justificó Vicente, con mala cara y peor gana.

—Ya lo dijo la chica, que andaba usté algo pachucho, y que algunos días no había clase de idioma. Le llegaron a ingresar ¿no?

—Pues sí.

—¿Ya está bien?

—Ahí ando.

—Y ¿qué mal ha sío? Si no es molestia.

—Nervios, estrés, ansiedad. Cosas del trabajo.

—¡Ay madre! No me hable de nervios. Tengo los míos como las cuerdas de una guitarra vieja. Mañana empiezo la semana con una cuadrilla de moros, búlgaros y polacos, tos´nuevos, y encima sin entendernos; no saben decir ni cemento. No vivo; sin pegar ojo que estoy.

—Yo también volveré mañana al instituto, a ver qué tal. De momento, estoy temblando.

—¡Bah! Lo suyo no tiene poblema. Tres cachetes y arreglao. Mis lunes sí que son malos; el de mañana, peor que ninguno.

—Yo también estoy temiendo. Los colegios de ahora no son como los de antes —medió Vicente.

—Claro que no. Así está el mundo de torcío. En lo que no enderecemos a los muchachos, ca´vez peor. ¡Correazo y tente tieso!

—Eso no se puede hacer. Pegar a los niños, ¡qué barbaridad!

Aurelio apuró el contenido de su taza con fruición, pero no hizo ningún caso a los periódicos que dejó el camarero sobre el mostrador; nunca leía, ni las multas de tráfico. Vicente estuvo tentado a echarlos un vistazo,  pero no lo hizo. Le pareció de mala educación ponerse a leer e ignorar a Aurelio.

—¡Eh, chaval! Pon dos copas, que le voy a explicar al maestro lo que hay que hacer —dijo Aurelio, con un vozarrón tan fuerte como él.

—No, no, muchas gracias. Yo no tomo alcohol —rechazó Vicente con voz cortada, temerosa.

—Pues a mí me pones un sol y sombra y a él lo que quiera, o me cobras lo que esté tomando —ordenó el capataz, que continuó con su arenga.

—Los muchachos de ahora son unos salvajes. En mi época nos daban leña por ná. Si hacías una pifia, o que no  supieras la lección, mismamente, el maestro te arreaba una tunda que a qué contar. Y ojito con ir a casa quejándote, que te caía otra ensalá de sopapos. Así era. Y no salimos ninguno con traumas de esos. Cierto: la escuela, ni verla; cada dos por tres, novillos.

—Ahora está prohibido maltratar a los alumnos.

—También está prohibido que ellos maltraten a los maestros, que se maltraten entre ellos, o que maten por una rabieta a quien se les ponga por delante. El maestro de mi pueblo tenía una correa, “la víbora”, le decíamos; no sabe usté qué buen resultao daba. A mí, menos los domingos y cuando no iba por algo, me zurraba to´los días. Hasta que hice lo que hice, y ya no volví.

—¿Qué hizo?

—El maestro, que era cojo, me tenía con la cabeza entre sus piernas, dándome con la bicha en el culo to´lo fuerte que podía. Hice un quiebro, se la quité y me escapé con ella. En casa la tengo. No volvió a pegarme ningún maestro. Y aquí me tiene: capataz de obras, y no me arrepiento, al contrario; aunque, eso sí, hoy ando arrugao, mu arrugao. No sé qué hacer el lunes con esa punta de extranjeros inexpertos.

Además de muy estudioso, Vicente era un defensor acérrimo de todas las reformas orientadas a modernizar la enseñanza. El discurso de aquel hombre rudo era cargante. A pesar de lo desagradable que le resultaba al profesor, siguió la conversación.

—¿No volvió más a la escuela? ¿De verdad?

—No volví, no. Me dijo mi padre que bueno, que me pondría a cuidar  los pollos,  las gallinas, las cabras...

Vicente se excusó diciendo que tenía que limpiar los canarios y sacarlos al sol. Agradeció a Aurelio la invitación y salió tirando de su cuerpo seco, como una vara. Aurelio siguió en el bar, hablando de fútbol y de mujeres, copeando con los amigotes. No quería quebrarse la cabeza con lo del lunes.

Vicente, en casa, no dejaba de pensar en sus alumnos, y también en la lucha del día siguiente; sólo veía el pavor de la derrota. Así estuvo toda la mañana. Las piernas le temblaban. En algún momento pensó no comer y hartarse de pastillas. Luego se acordó de Aurelio y de su correa, sintiendo por él cierta empatía.

Cuando terminó de comer, para hacerse con el valor que no tenía, se tomó un chispazo de orujo. Al rato decidió hablar con el capataz. No le costó encontrar el número en la guía. Marcó y enseguida oyó la señal. Pulsó la tecla azul de “manos libres” para poder hablar como estaba, tendido en el sofá, cubierto con un lienzo de paisajes descoloridos.

—¡Dígame!...

—Hola, Sonia. Soy Vicente, Vicente Miranda. ¿Está tu padre?

—Sí. Ahora se pone.

La chica, sabiendo cómo estaba su profe, no le preguntó, ni le saludó siquiera. El padre no tardó en responder.

—Diga, don Vicente ¿qué se le ofrece?

—Perdone que le moleste, Aurelio, pero es que, meditando sobre la conversación de esta mañana, he pensado mucho en la correa que quitó a su maestro y...

—Aquí la tengo, guardá como un trofeo —interrumpió Aurelio.

—Si no le importara dejármela el lunes para llevarla al instituto...

—Cómo me va a importar. Ahora mismo se la llevo y seguimos hablando de lo bien que funciona eso. 

—Gracias, Aurelio, muchas gracias. Me deja usted muy tranquilo.

—Pues yo sigo con la misma desazón, desesperao, sin saber qué hacer. Lo mío no se apaña con correazos. Si supiera algún idioma, o hubiese estudiao más, ahora podría entenderme con esos pobres desgraciaos. Pero así... Bueno, ¡venga! Hasta ahora mismo, don Vicente —concluyó el capataz, lamentándose.

jueves, 19 de mayo de 2011

VOLVER (*)

Todo fue peor cuando se les terminó el paro y el banco notificó la ejecución de la hipoteca y los trámites de embargo. Magdalena perdió el sueño, y el pensamiento se le fue a la oscuridad de los puentes, poblados de ratas y murgaños. Fuera de sí, una mañana de aquellas, dio a Eugenio tal zapatazo, que acabó con cuatro años y un día de regañinas, de lentejas sin chorizo y paellas mal hechas.

—¡Hasta aquí hemos llegao! —exclamó el marido, mientras salía dando un portazo, tan fuerte que saltaron las llaves de la cerradura.

Iba sin desayunar, con lo puesto y los últimos euros, pocos, de una chapuza. El chichón, que él se apretaba con cara de sufrir, cada vez era más gordo. Así, no percibió el olor a tierra mojada, ni vio las nubes de tormenta.

Tenía la boca pastosa, con sabor a retama o algo así. Entró en La Vid, su bar preferido. Se tomó de un trago tres dedos de orujo, del blanco. Pidió más. Allí le encontraron sus excompañeros de Móstoles Industrial a la hora del bocadillo. Todos se interesaron por él y le invitaron con generosidad.

Pronto salieron de la cabeza de Eugenio los hechos más recientes, que dejaron sitio a ilusiones y vivencias pasadas, muy borrosas. “Quién me mandaría a mi salir de Quintanilla. Mis tierras, mi bodega”, pensó apoyado en una farola que se le presentó, sin saber cómo, en medio de la acera.

Sin proponérselo, acabó en la estación de El Soto. Después de titubear un rato, se acercó a las taquillas.

—Un billete a Quintanilla —balbuceó, tambaleándose.

El taquillero, asqueado por el mal aliento de Eugenio, y suponiéndole con dificultades para razonar, le atendió al momento.

—Toma, este billete es hasta Atocha, con tres euros te sobra. Allí te despecharán otro hasta la Quintanilla que quieras.

—Vale —dijo Eugenio entregando unas monedas.

Guardó el tique y la vuelta en un bolsillo del pantalón, cuya abertura no encontraba. Caminó hasta el final del andén, giró a la derecha y entró en el primer vagón, sucio, frío, deshabitado. Se dejó caer sobre un asiento de madera desnuda, lleno de polvo, y empezó a roncar.

A última hora de la mañana, le sacó del primer sueño un tren en dirección contraria. Creyó que estaría cerca de Aranda, pero no. En duermevela, siguió alimentando sus vagos proyectos.

“Mi vecina, la Jimena, sigue soltera. Hace dos años, en la Fiesta del Vino, me dijo que por dar gusto a los viejos se habría casao conmigo. Habrá alguna viña libre. Dinero no nos sobrará, pero casa y trabajo no han de faltar”.

El peso de la cabeza y el olor de sus eructos, a bellotas podridas y uvas fermentadas, le obligaban a ocultarse detrás de la consciencia.

Cayendo la tarde, le descubrió un agente de seguridad. Costó hacerle entender que aquel tren, sobre raíles muertos, no le llevaría a ninguna parte.

—¡Joder! ¿Qué muertos? Yo quiero ir a Quintanilla —dijo con dificultad.

Le pusieron en un tren que lo dejó en Atocha. Cuando llegó iba a salir el último mercancías con destino a Burgos. Saltó el torno y corrió al andén. Aturdido, alcanzó el vagón de cola con el convoy en marcha.

Por fin, después de una noche a la intemperie, entre dos contenedores: uno con el rótulo de “Naranjas Valencianas”, y de “Embragues Villaverde”, el otro, llegó a su Quintanilla natal. Los primeros rayos de un sol brillante, y el Arlanza, con su cara vaporosa, despertaban para él nuevos horizontes.

Los padres, ya mayores, lo recibieron como si volviera de una guerra. Jimena no quiso saber nada de él, pero cambió de opinión cuando lo vio aseado y con ropa de domingo. Él explicó sin muchos detalles los motivos de su regreso. Nadie le preguntó más, ni siquiera por el bulto de la cabeza.

Sin nada mejor que hacer, se estrenó con unas cepas abandonadas, en una ladera inculta. “Si la tierra no me puede, el vino de esta viña correrá en muchas fiestas, y yo habré quemao la maleza de los peores tiempos”, se dijo ceremonioso, observando el fruto, a punto de cerner.

Con entusiasmo y los quehaceres fatigosos de sol a sol, elaboró la primera cosecha en la vieja bodega familiar. Sus caldos se vendieron mejor de lo que esperaba, tanto que tuvo que ampliar viñedos y lagares.

La segunda añada ya mereció “Medalla de Plata”. Aprovechando la entrega del galardón, pagó una comida a sus amigos de Móstoles en un restaurante de lujo, en Madrid. A los postres, de pie, levantó la copa y dijo:

—¡Por vosotros! Vivo gracias al zapatazo que me dio la Magdalena, pero a esa ni mentarla. La Jimena y yo nos hacemos tilín. Ahora empiezan a desaparecer los nubarrones de marras, cuando el tren no andaba, aquel día que me achispé. Vuelvo a la tierra, nunca debí salir de ella”.

Emocionado, después de muchos aplausos y felicitaciones, se fue.
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(*) Expuesto en la Biblioteca Central de Móstoles entre el 17 y 25 de Mayo/2011. Leído e interpretado en el Concierto Literario el 19 e Mayo/2011, en el salón de actos de la Biblioteca. A continuación se ofrece una galería de fotos.


MI CUENTO Y YO

UN FRAGMENTO AMPLIADO DEL CUENTO



UN MOMENTO DE LA LECTURA/INTERPRETACIÓN


UNA VISTA DEL SALÓN

EL PÚBLICO APLAUDIÓ A ESCRITORES E INTÉRPETRES

viernes, 25 de febrero de 2011

UN INSTANTE INEXORABLE

El San Bernardo, como hecho de azúcar y chocolate, con su collar de cabritilla e incrustaciones de nácar.

Juan y su madre fueron los primeros en llegar al Hospital Santa María. Los otros hijos y familiares también llegaron enseguida. Todos esperaban en la antesala de la UVI. Dentro estaba el “viejo campeón”; así se le conocía entre el voluntariado de la Cruz Roja, donde colaboró como adiestrador canino de razas de salvamento.

Había en la estancia una corriente de aire con olor a ácido y rebotica que producía escalofríos. De lejos llegaba un aullido, pura lástima, que captó la atención de los presentes. Entró el médico de guardia y rompió el silencio y la tensión de la impaciencia.

—Como previmos, no ha superado el derrame. Lo siento. Ahora les darán un informe clínico y el certificado de defunción.

Poco después, un celador les entregó la ropa del difunto; entre ella, un cinturón de cabritilla con incrustaciones de nácar.

—¡El cinto! Su favorito. El que yo le regalé cuando le dieron la estatuilla del “Cachorro de Oro” —Exclamó Juan rompiendo a llorar, con el recuerdo presente de la última conversación que mantuvo con su padre:

—Papá, tienes mala cara. ¿Te pasa algo? ¿No te habrá subido la glucosa otra vez? —preguntó mientras los dos preparaban la mesa, después de notarle un andar torpe sobre la tarima del pasillo.

—No, hijo; es que esto de cumplir setenta y cinco años cansa un poco. Además, a tu madre le ha dado ahora por las verduras —respondió con la vocalización y el timbre de un locutor de noticias, cualidad que le distinguía.

“De eso sólo hace siete días. Debí llevarlo a urgencias de cualquier hospital. Ahora no estaríamos aquí. Lo vi muy desmejorado, pero no hice nada. Ya es tarde. Este será el error más grande de mi vida, por el que nunca pagaré lo suficiente”, se atormentaba Juan, sorbiéndose las lágrimas.

Pocas horas después, ya de noche, la familia se trasladó al velatorio. Juan hundió su recogimiento en el extremo de un sofá, en una nube de emociones, escenario de más sentimientos y pesares.

“Ya no estará conmigo en las cacerías, ni en las carreras, ni en los partidos de fútbol. ¡Con lo bien que lo pasábamos! ”, Volvió a lamentarse.

—Lo siento, chaval. Siempre será un modelo para ti. Tú, el pequeño de la casa, eras su debilidad. ¡Una gran persona! Todos le echaremos de menos —interrumpió un vecino abrazándolo.

—Sí que vamos a echarle de menos, sí. Todos los años reñíamos con él en la Romería de San Marcos. Si éramos ocho, llevaba comida para quince. Se empeñaba en que todos probaran nuestras chuletas a la leña, nuestras tortillas, el vino de la bota... Tú lo sabes. Él era así. Desde pequeño fui con él a todos los sitios. Ahora, solo, no iré a ninguna parte —dijo Juan al amigo secándose las lágrimas con un pañuelo de papel. Luego siguió alimentando su angustia.

“No seré capaz de mirarle a los ojos cuando vea una foto suya. Con él todo era diversión. Ahora mi vida será un martirio. ¿Por qué no haría yo algo cuando lo vi mal? —se repetía, llorando sin consuelo.

—Vamos hijo, tranquilízate. Dicen que el destino está escrito, es verdad. La muerte sólo es un instante inexorable en el que acaban todos los males. El tiempo traerá muchas alegrías y otras penas que te harán olvidar esta, y nadie tendrá, tampoco, la culpa de nada. No te tortures —le dijo alguien al oído, con voz segura y dicción exquisita, como si fuese el presentador de un telediario anunciando el futuro.

El corazón de Juan latió con fuerza. Levantó la mirada para agradecer aquellas palabras, pero no vio quien hablaba. En ese momento notó una brisa fresca, justo cuando en el umbral de la puerta un San Bernardo, como hecho de azúcar y chocolate, aullaba alegre en ademán de salir, dejando ver su collar de piel con incrustaciones que reflejaban los colores del arco iris.

Juan, que estaba como ido, volvió a la realidad y, después de meditar un buen rato, decidió asistir a todas las fiestas, carreras, monterías y partidos, como siempre. Haría propio el cinturón que regaló a su padre y se lo pondría, como él, los días señalados.
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